13 de noviembre de 2009

"MIS PALABRAS NO PASARÁN..."

09. DOMINGO XXXIII T. O. -B- Dan 12,1-3/Heb 10,11-14.18/Mc 13,24-32 -2-

 

            Hoy, a punto de terminar el año litúrgico, la Palabra de Dios, mediante un lenguaje misterioso, marcadamente simbólico, plástico, intentan introducirnos en el misterio del fin del tiempo y de la historia. No hay que confundir lenguaje y mensaje. Oculto tras una representación de enorme viveza ("los que duermen en el polvo despertarán", "el sol se hará tinieblas, caerán las estrellas...") hay un mensaje divino que nos enfrenta con la certeza de que todo lo humano tiene su fin; todo lo humano, hasta las cosas mejores de la vida, tiene fecha de caducidad. Quizás por eso las personas no acabamos de encontrar esa alegría y esa felicidad que promete el mundo y que, cuando creemos que se acerca, se aleja, como una sombra,  de nuestro corazón. 

            El fin de la vida y el fin del tiempo. El ropaje literario, propio de la apocalíptica judía, que aparece en tiempos de persecución (Antíoco IV Epifanes y posiblemente Nerón) no debe angustiarnos y menos todavía ocultarnos el mensaje de revelación de Dios: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". Para Mc la destrucción de Jerusalén y del Templo sirve de símbolo de los tiempos finales. Igualmente la imagen de la higuera desde que florece en primavera hasta que maduran los higos sirve para señalar el tiempo intermedio entre la historia concreta y el final de la misma. Hay pues una relación entre el tiempo y la eternidad, entre el fin de la vida y el fin del tiempo. Ambos finales, que llegan con la muerte, se viven a la luz de la esperanza cristiana.

            El hombre vive de esperanza. Al niño le hace ilusión hacerse mayor; el estudiante desea aprobar;  los recién casados confían en ser felices; el desocupado desea encontrar trabajo;  el encarcelado salir... Expectativas todas buenas, legítimas, necesarias incluso. Expectativas unidas a un bien que no tenemos y que deseamos poseer. Deseos  que nos dirigen a la Esperanza, con mayúsculas, que nos remite,  a Dios. Es ésta la esperanza que nos da acceso a la plenitud y a la realización de nuestro ser personal desde Dios, en Dios y con Dios. Desde el realismo de la vida, sabemos también que mientras el mundo exista no dejarán de suceder los signos de los que habla Jesús, fruto de la locura y de la barbarie de los hombres: guerras, odio, desolación y muerte. Es la cara oscura del pecado que asola la tierra y muchas veces, sumerge a los creyentes en la duda sobre la victoria final. Es preciso velar, resistir la tentación del sueño, porque la palabra de Cristo -eso es lo cierto- no dejará de cumplirse, como las yemas de la higuera que anuncian el verano. Esta es la verdad definitiva: el cielo y la tierra pasarán, las palabras de Cristo no pasarán. Y estas palabras no sitúan sabiamente en la incertidumbre de lo cierto. Cristo está a la puerta, llama. Si le abrimos entrará, se sentará junto a nosotros…

            El futuro está en manos de Dios ("Y mañana Dios dirá…", decimos en lenguaje coloquial). Sin embargo, nosotros, debemos construirlo, no desde la angustia o  el miedo, sino viviendo el presente que está en nuestras manos con una actitud vigilante, positiva, esperanzadora. Para nosotros, creyentes, el final de la historia no es catástrofe sino salvación para los elegidos, el acontecimiento último de la historia de la salvación. Para eso Cristo murió en la cruz, "ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio"  y ahora, junto al Padre, nos espera para darnos, cuando El quiera, el abrazo de la comunión definitiva y perfecta, del amor. Nos lo dará,  si nos dejamos santificar por él, si vivimos desde la "Palabra que no pasará" que es Cristo, el Señor. Y esto siempre es posible hacerlo... Que así sea con la Gracia de Dios.

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