27 de noviembre de 2009

"ESTAD SIEMPRE DESPIERTOS"

I DOMINGO ADVIENTO -C- Jer 33,14-16/Tes 3,12-4,2/Lc 21,25-28.34

 

Dentro del escepticismo de tantos hombres y mujeres de nuestros días no es fácil lanzar un mensaje de esperanza. Precisamente el tiempo litúrgico de Adviento, con el que iniciamos el nuevo año cristiano,  es esencialmente una llamada a creer que un mundo nuevo es posible. Y, más allá de las palabras tan hermosas que iremos escuchando en la liturgia, desde el gran realismo cristiano, nos invita a hacerlo posible manteniendo  una actitud vigilante y una conversión permanente. La esperanza cristiana no es un castillo en el aire. Contamos con la Providencia de Dios que vela por nosotros, pero  ofrecemos nuestra colaboración y nuestra actitud crítica frente a la "cultura de la satisfacción inmediata" y del conformismo que nos envuelve. Debemos mantener los ojos abiertos para ver lúcidamente la realidad de nuestro mundo sin caer en la pasividad,  en la resignación o incluso en la negación de cualquier posibilidad de cambio.

La Palabra nos recuerda hoy: "Levantaos": por muchos que sean los caminos torcidos de nuestra vida, por mucho que nos sintamos atenazados por la rutina y la monotonía de la existencia, podemos, ante ese Dios que nos busca, comenzar siempre de nuevo, cambiar lo torcido... Liberar el corazón de las ataduras y los ídolos de la vida... "Alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación": no nos podemos quedar en una vida externa, marcada por la sensación de impotencia ante los problemas, de desencanto o miedo o en una lectura e interpretación superficial de los acontecimientos; debemos elevar  la mirada, despertar al presente, a lo que acontece y está cerca; ser lúcidos y críticos ante los acontecimientos de esta nuestra aldea global,  encontrar estrellas que den luz y sabor a la existencia, dar razón de lo que creemos y esperamos abiertos al futuro..."Dios está a la vista" y existe un camino, una brújula y una estela que nos conduce a la Palabra hecha carne que nos va a manifestar un año más al Dios que cumple su promesa, que es fiel, que es  "mucho más de lo que podemos pensar"... «Llegan días en que cumpliré la promesa que hice... En aquellos días se salvará Judá», nos dice el profeta Jeremías.

            Tenemos por delante una hermosa tarea durante estas cuatro semanas: preparar nuestro interior como si fuera una cuna que va a recibir a Aquél que nos da la vida. El tren de la esperanza  pasa por delante de nosotros, no lo perdamos, subamos a él y valoremos todo lo bueno que vamos encontrando en nuestro camino. Siendo nosotros también liberadores, justos, alegres y solidarios podremos hacer que todos los que en él viajamos podamos construir la nueva humanidad que tanto anhelamos.  Seamos profetas de la esperanza, no del desaliento; hombres y mujeres realistas sí, esperanzados también. No necesitamos que nadie nos diga que está mal el mundo -ya lo sabemos-; necesitamos que alguien nos recuerde que está en la manos de Dios por los cuatro costados. La esperanza es el mejor antídoto contra el vacío, el fatalismo o la desesperación, porque "la esperanza se actúa dando el paso siguiente". "Que solo en el amor es mi destino", escribía san Juan de la Cruz. El que vino en la historia vendrá de nuevo en su gloria..., mientras tanto, es nuestro tiempo. Vivamos y anticipemos con el amor mutuo, llenos de confianza en Dios y en el hombre, sin temor, aquella liberación que esperamos, tomando con responsabilidad las riendas de la vida. "Mi esperanza, decía Benedicto XVI, no soy yo, ni las cosas, es Dios". ¡Ven Señor Jesús!, Ven a nuestro corazón y al corazón del mundo. Amén

20 de noviembre de 2009

"Tú lo dices. Soy rey"

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO -B- Dn 7,13-14/Ap 1,5-8/Jn 18,33-37

 

            Pilato y Jesús representan dos concepciones contrapuestas del rey y de la realeza. Pilato no puede concebir otro rey ni otro reino que un hombre con poder absoluto como el emperador Tiberio o por lo menos con poder limitado a un territorio y a unos súbditos, como el famoso Herodes el Grande. Jesús, sin embargo, habla de un reino que no es de este mundo, es decir, no tiene en el mundo de los hombres su proveniencia, sino en solo Dios. Pilato piensa en un reino que se funda sobre un poder que se impone por la fuerza del ejército, mientras que Jesús tiene en mente un reino impuesto no por la fuerza militar (en ese caso "mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos"), sino por la fuerza de la verdad y del amor. Pilato no puede concebir de ninguna manera un rey que es condenado a muerte por sus mismos súbditos sin que oponga resistencia, y Jesús está convencido y seguro de que sobre el madero de la cruz va a instaurar de modo definitivo y perfecto su misterioso reino. Para Pilato decir que alguien reina después de muerto es un contrasentido y un absurdo, para Jesús, sin embargo, está perfectamente claro que es la más verdadera realidad, porque la muerte no puede destruir el reino del espíritu. A Pilato le preocupa el poder, a Jesús la verdad. Dos concepciones diferentes del reino , que siguen presentes en la historia.

            El reino de Jesús es un reino  en el que se cumple lo que los profetas de siglos anteriores habían prometido de parte de Dios. El señorío de Jesús es el del Hijo del hombre, a quien Dios le entrega todo poder y todo reino como recuerda el profeta Daniel. El reino de Jesús goza de una gran singularidad: no es de este mundo, pero está presente en este mundo, aunque no se vea porque pertenece al reino del espíritu. El rey se define como testimonio de la verdad,  y los súbditos como los que son de la verdad y escuchan su voz. Jesús  es rey en cuanto da testimonio de la verdad, es decir, de la Palabra de Dios Padre que él encarna, y que el Espíritu interioriza y hace eficaz en los corazones de los hombres. Jesús es un rey totalmente libre; el mundo no tiene poder sobre él. Y lo que Jesús dice de sí mismo se aplica también a nosotros. Cada uno de nosotros es un rey, una reina. Hay en nosotros una naturaleza que no pertenece a este mundo y por eso el mundo no tiene poder sobre nosotros. La paradoja consiste en que esta naturaleza se hace visible en la Pasión, allí donde somos débiles, heridos, enfermos..., es entonces cuando  se manifiesta un espacio que nadie puede dañar: nuestra dignidad real que nace de la filiación divina.

            Jesús no es rey del espacio, sino del tiempo, de todos los tiempos. El texto del Apocalipsis nos revela que Jesús, el primogénito de entre los muertos,  es "alfa y omega", principio y fin, el que da sentido a la historia. Jesús es "el que es, el que era y el que viene". Además, dice el Apocalipsis,  que ese Jesús triunfador es también "aquel que nos amó" y "nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre". Más aún: el que "nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre". Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre. De esta manera, los cristianos  participamos de la misión real de Jesús; somos una comunidad soberana y libre, no esclavos de nada ni de nadie; una comunidad que visibiliza la realeza de Cristo no mediante el poder, el prestigio o el esplendor sino mediante la lucha por la justicia,  por la reconciliación y por la paz en el mundo. No olvidemos la lección de la historia: por muy poderosos que parezcan los imperios son efímeros, caen. Por eso, ojalá que solo ante Dios nos arrodillemos. El es el único Señor, el rey de nuestros corazones. Que así sea con la Gracia de Dios.

13 de noviembre de 2009

"MIS PALABRAS NO PASARÁN..."

09. DOMINGO XXXIII T. O. -B- Dan 12,1-3/Heb 10,11-14.18/Mc 13,24-32 -2-

 

            Hoy, a punto de terminar el año litúrgico, la Palabra de Dios, mediante un lenguaje misterioso, marcadamente simbólico, plástico, intentan introducirnos en el misterio del fin del tiempo y de la historia. No hay que confundir lenguaje y mensaje. Oculto tras una representación de enorme viveza ("los que duermen en el polvo despertarán", "el sol se hará tinieblas, caerán las estrellas...") hay un mensaje divino que nos enfrenta con la certeza de que todo lo humano tiene su fin; todo lo humano, hasta las cosas mejores de la vida, tiene fecha de caducidad. Quizás por eso las personas no acabamos de encontrar esa alegría y esa felicidad que promete el mundo y que, cuando creemos que se acerca, se aleja, como una sombra,  de nuestro corazón. 

            El fin de la vida y el fin del tiempo. El ropaje literario, propio de la apocalíptica judía, que aparece en tiempos de persecución (Antíoco IV Epifanes y posiblemente Nerón) no debe angustiarnos y menos todavía ocultarnos el mensaje de revelación de Dios: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". Para Mc la destrucción de Jerusalén y del Templo sirve de símbolo de los tiempos finales. Igualmente la imagen de la higuera desde que florece en primavera hasta que maduran los higos sirve para señalar el tiempo intermedio entre la historia concreta y el final de la misma. Hay pues una relación entre el tiempo y la eternidad, entre el fin de la vida y el fin del tiempo. Ambos finales, que llegan con la muerte, se viven a la luz de la esperanza cristiana.

            El hombre vive de esperanza. Al niño le hace ilusión hacerse mayor; el estudiante desea aprobar;  los recién casados confían en ser felices; el desocupado desea encontrar trabajo;  el encarcelado salir... Expectativas todas buenas, legítimas, necesarias incluso. Expectativas unidas a un bien que no tenemos y que deseamos poseer. Deseos  que nos dirigen a la Esperanza, con mayúsculas, que nos remite,  a Dios. Es ésta la esperanza que nos da acceso a la plenitud y a la realización de nuestro ser personal desde Dios, en Dios y con Dios. Desde el realismo de la vida, sabemos también que mientras el mundo exista no dejarán de suceder los signos de los que habla Jesús, fruto de la locura y de la barbarie de los hombres: guerras, odio, desolación y muerte. Es la cara oscura del pecado que asola la tierra y muchas veces, sumerge a los creyentes en la duda sobre la victoria final. Es preciso velar, resistir la tentación del sueño, porque la palabra de Cristo -eso es lo cierto- no dejará de cumplirse, como las yemas de la higuera que anuncian el verano. Esta es la verdad definitiva: el cielo y la tierra pasarán, las palabras de Cristo no pasarán. Y estas palabras no sitúan sabiamente en la incertidumbre de lo cierto. Cristo está a la puerta, llama. Si le abrimos entrará, se sentará junto a nosotros…

            El futuro está en manos de Dios ("Y mañana Dios dirá…", decimos en lenguaje coloquial). Sin embargo, nosotros, debemos construirlo, no desde la angustia o  el miedo, sino viviendo el presente que está en nuestras manos con una actitud vigilante, positiva, esperanzadora. Para nosotros, creyentes, el final de la historia no es catástrofe sino salvación para los elegidos, el acontecimiento último de la historia de la salvación. Para eso Cristo murió en la cruz, "ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio"  y ahora, junto al Padre, nos espera para darnos, cuando El quiera, el abrazo de la comunión definitiva y perfecta, del amor. Nos lo dará,  si nos dejamos santificar por él, si vivimos desde la "Palabra que no pasará" que es Cristo, el Señor. Y esto siempre es posible hacerlo... Que así sea con la Gracia de Dios.

6 de noviembre de 2009

...LA ALCUZA DE ACEITE NO SE AGOTARA.

XXXII-TO – B- Reyes 17, 10-16/Hb 9, 24-28/Mc 12, 38-44

 

            La escena de la viuda pobre ocupa un lugar significativo en Marcos. Es el último episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén,  puesto en el contexto del discurso en el que traza un retrato sobre la falsa religiosidad de los escribas  que "no les impide devorar los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos".  Frente a la actitud farisea de quienes dicen pero no hacen ("Haced lo que ellos digan, no hagáis lo que ellos hacen", dice Jesús); de los que se sirven de la religión (política) para su propia utilidad;  de los que se pavonean con sus ropajes llamativos, reclamo de reverencias y adulación de la gente; de los que buscan ser tenidos por justos al margen de Dios…,  Jesús llama la atención, al fijarse en la pobre viuda, sobre lo realmente esencial de la persona. Porque lo que de verdad importa no es la cantidad, sino la buena disposición, la voluntad de hacer el bien, la generosidad... (incluso dando todo lo que tiene, lo que necesita para sobrevivir), la capacidad de servicio, ayuda, cercanía. Los dos reales son un sello del don total de la persona, porque entrega a Dios todo lo que tiene para vivir. Elegir el último puesto, como hizo Jesús en la Encarnación y en la Cruz; "ofrecerse para quitar los pecados del mundo", es el sello auténtico de un amor que se entrega y nos ama de verdad; esto mide la grandeza de una vida.

           

            Con su limosna la viuda convirtió su pobreza en auténtico sacrificio e inmolación; como si hubiera derramado su vida o la hubiera quemado  como incienso en la presencia de Dios y todo sin ser notada, como se hacen las cosas grandes,  en secreto, descubierta solo por la mirada de Cristo que, más allá de las apariencias, penetra en lo interior,  mira el corazón. Por eso Jesús puede decir: "Esta pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie". El Señor no se fija tanto en lo que damos, sino en lo que nos reservamos para nosotros; en la mayor o menor confianza en la providencia de Dios,  única esperanza de nuestra vida.  El profeta Elías recuerda a la viuda de Sarepta que, recogiendo leña, espera la muerte: "La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará…".  En una situación extrema la viuda se fió,  creyó y obedeció: "Y comieron  él, ella y su hijo". Y es que, escribía san León Magno:  "En la balanza de la justicia divina no se pesa la cantidad de los dones, sino el peso de los corazones".

 

 "Todo lo que no damos se pierde". Y es una pena que se pierdan tantas posibilidades de hacer el bien; que se malogre tanta buena voluntad sin canalizarla en un sentido u en otro, que se despilfarren tantos medios..., que se estropeen tantas cosas  que no nos sirven pero tampoco dejamos que sirvan a otros que lo necesitan... Las pequeñas cosas no cambian las estructuras pero pueden cambiar el corazón de los hombres  que son los que pueden cambiar las estructuras. Esta es la  lógica de Jesús: ser sencillos de corazón y confiar  plenamente en Dios sin dar tantas vueltas a nuestros miedos. Descubrir en esta lógica sorprendente  el verdadero fundamento de la religión: darse a Dios sin reserva, con lo que somos  y lo que tenemos, sin ser notados, como se hace en las cosas grandes, en secreto, desde el interior. Es el mejor ejemplo de la religión en espíritu y en verdad. No debemos fundar nuestra confianza en la conciencia que tenemos de nuestros medios sino en la misericordia y en bondad de quien nunca nos abandona; nuestras seguridades nacen de esta confianza filial. No olvidemos las consoladoras palabras del Salmo: "El Señor hace justicia a los oprimidos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan; El Señor ama a los justos; el Señor sustenta al huérfano y a la viuda". Que así sea con la Gracia de Dios.