26 de junio de 2009

"NO TEMAS. BASTA QUE TENGAS FE"

XIII TO –B-  Sab 1, 13-15 - Co 8, 7.9.13-15 - Mc 5, 21-43

Las lecturas ponen ante nosotros un tema de siempre, en el que se centra la reflexión sapiencial: la muerte, el dolor, el sufrimiento y nos invitan a continuar la reflexión sobre la fe iniciada el domingo pasado. El libro de la Sabiduría parte de una concepción enormemente positiva de la vida; comparte esta visión con  el primer relato de la creación narrado en el Génesis. "Y vio Dios que todo era bueno". En el texto de hoy hemos leído: "Todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo impera en la tierra".  La vida es el fundamento en el que se sostiene toda la creación. Esto responde al deseo íntimo de Dios que creó al hombre a su imagen y semejanza y quiere la salvación de todos.

            Sin embargo, en esta vida,  hace aparición la muerte, el sufrimiento, el mal. Los autores bíblicos, a su manera, se esfuerzan por mostrar que esa realidad del mal es como una visita indeseable e inoportuna en la fiesta de la vida. El libro de la Sabiduría habla de la "envidia del diablo" como causa de la entrada de la muerte en la creación; el Génesis habla de la serpiente que no es sino una proyección visible y exterior del propio ser humano, de sus deseos de ser como Dios. La rebeldía contra Dios se convierte en una triste muerte del alma, un paso hacia el abismo y la oscuridad.

             Introducidos en el mundo, el mal y la muerte ejecutan su tarea inexorablemente: en el evangelio arrebatando al vida a dos mujeres. A una de ellas, la vida física –la sangre- se le va escapando (la vida social la ha perdido porque según la ley está  en situación permanente de impureza). A la otra se la arranca la vida apenas está empezando a disfrutarla. Y aquí es donde hace su aparición el amor de Dios que, a pesar del pecado de los hombres, sigue empeñándose en que no se hunda su obra creadora. Jesús rescata a las dos mujeres de las garras del sufrimiento y de la  muerte. Su presencia es garantía de vida, nos enriquece. No es sordo a los gritos de los necesitados; se opone, con  decisión, a  los que, con resignado realismo, quieren eliminar toda esperanza (los siervos de Jairo se burlan).

El Evangelio presenta un altísimo contraste entre la incapacidad humana ante la enfermedad y la muerte, por un lado, y por otro la fuerza impresionante de la fe. La hemorroísa llevaba doce años enferma, una enfermedad de esterilidad, terrible para una mujer en tiempos de Jesús. Había recurrido a todos los medios humanos, pero todos habían resultado un fracaso. La mujer, en su trágica situación, está desesperada. La incapacidad humana es manifiesta. La única actitud ante tal incapacidad es la fe. Lo que el hombre, con todos sus medios, no puede hacer, lo puede lograr el poder de la fe. Con esta convicción se acerca a Jesús, le toca con la mano y con la fe, y queda curada. A Jairo le sucede lo mismo. Su hija ha muerto. Ya no hay remedio: la muerte ha vencido. No pertenece a la experiencia humana el poder volver a la vida. Pero la fe es más fuerte que la muerte. Y por eso Jesús dirá a Jairo: "No temas. Basta con que tengas fe". Y Jairo con la fe dio por segunda vez la vida a su hija. "Talitha qumi: Contigo hablo, niña, levántate".

La segunda lectura nos habla de la colecta organizada por Pablo en algunas de las comunidades por él fundadas en favor de los hermanos necesitados de Judea. Pablo y los cristianos, provenientes del mundo greco-romano, tienen que vencer prejuicios muy poderosos: superar un cierto antisemitismo existente ya en la cultura helenística; sobreponerse sobre todo a obstáculos culturales: mentalidad cerrada de los cristianos de Judea, idea de que todos tienen que ser como ellos (circuncidarse, no comer alimentos impuros, observar el calendario de fiestas judío...), si quieren ser auténticos cristianos. El poder de la fe en Cristo Señor se impone sobre todos estos aspectos, y empuja a los cristianos gentiles a un gesto extraordinario de caridad, porque todos somos hermanos en Cristo, y nos debemos ayudar unos a otros.   Que así sea con la Gracia de Dios.

19 de junio de 2009

"MAESTRO, ¿NO TE IMPORTA QUE NOS HUNDAMOS?"

XII-TO–B- Job 38,1,8-11-Salmo 107- 2Co 5,14-17-Mc 4,35-41

            ¿Quién no ha vivido alguna vez la experiencia de creer que se tambalea la barca de su vida entre borrascas y tormentas impredecibles? ¿ Y quién no ha tenido, en esos momentos, la sensación de que Dios estaba durmiendo o se encontraba muy lejos? Es la experiencia de la noche oscura, de momentos difíciles, complicados,   en los que  hasta el cielo parece enmudecer;  momentos donde sólo la confianza en Dios puede mantener en pie, con serenidad. Decía san Juan de la Cruz que, a veces, la mayor presencia de Dios es su aparente ausencia. Hay que descubrir a Dios en el mar embravecido de la vida: Él está en la barca, nuca se ha ido, ni se va ni se irá..., sólo nos pide la fe, una fe sencilla y confiada en medio de la tormenta, aunque sea de noche.

            Jesús, en el evangelio,  pone en relación el miedo y la fe: "¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?". Los apóstoles confiaban en sus fuerzas y tal vez en la ayuda de algún prodigio del Maestro, pero no en la fuerza de la fe. ¿Por qué temer?. La fe es confianza en la presencia de Jesús y de su Espíritu en medio de nosotros; el hombre que duerme no es un pasajero en tránsito; se ha embarcado definitivamente y ha unido su destino al de los que vamos en la barca. Tener fe en alguien es confiar en él, adherirse a él, entregarse a él. En el caso de los discípulos, poder decir de verdad "sé de quien me he fiado"; llegar a la convicción humilde que se atreve a decir: "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna".

La fe acepta la naturaleza como realidad, signo del amor de Dios, puesta para el servicio y la vida de los hombres, por eso,  en toda situación "ni muerte, ni vida, ni ángeles...., ni las fuerzas del universo..., ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios, encontrado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8, 38-39). No son las tormentas las que hacen zozobrar la barca sino la falta de fe. Tener fe es ser audaz y valiente y rezar con Santa  Teresa: "Nada te turbe, nada te espante… Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta".

            Permitidme hoy que, con ocasión de la renovación de la Consagración al Sagrado Corazón de Jesús, que los obispos españoles harán en el cerro de los Ángeles (Getafe), recuerde que los creyentes tenemos la profunda convicción de que Jesucristo es el único que puede cambiar los corazones. Son los santos los que construyen una humanidad nueva con su testimonio personal y con la atracción  moral que ejercen sobre los demás hombres. Su secreto es vivir  en el Corazón de Cristo, mirar el mundo desde el Corazón de Cristo e invitar a todos los hombres a sumergirse en su amor y vivirlo. Evangelizar es compartir  la misericordia entrañable que muestran los brazos abiertos del corazón de Jesús, sin añoranzas, conquistas, reinos..., confiados en que Cristo no defrauda, ni abandona.

            Escribía Benedicto XVI en su primera encíclica dedicada al Amor, que es Dios: "Quien quiere dar amor debe, a su vez, recibirlo como don. Es cierto, como nos dice el Señor, que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva. No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios". Si Él, sin Corazón ¿cómo podrá vivir el hombre y el mundo?. Dice san Pablo en la segunda lectura: "Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado". La presencia de Jesús en nuestras vidas nos renueva por dentro de manera total haciendo de nosotros criaturas nuevas. No tengamos miedo. Todo saldrá bien. Hay que esperar, pero todo saldrá bien. Que así sea con la Gracia de Dios.

11 de junio de 2009

"ESTA ES MI SANGRE... DERRAMADA POR TODOS"

CORPUS Ex 24,3-8 / Heb 9, 11-15 / Mc 14, 12-16.22-26

            Hoy celebramos la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, simbolizados en la Eucaristía. Precisamente las tres lecturas hablan casi exclusivamente de la sangre. La sangre ha sido durante siglos el símbolo de la vida. Pero, para  los judíos, era mucho más que un símbolo, era la vida misma, el alma de la vida, principio vital del hombre y del animal. Por eso tenían prohibido comer carne de animales sofocados; sólo comían carne de animales degollados, de este modo no se convertían en impuros. La sangre se reservaba aparte; una mitad se derramaba sobre el altar, para Dios, la otra mitad se utilizaba para rociar al pueblo. Así, con la sangre de los animales sacrificados, se renovaba la alianza entre Dios y su pueblo. La primera lectura nos ha recordado este hecho en la solemnidad del Sinaí. Todo el pueblo selló y aceptó el compromiso: haremos todo lo que manda el Señor.

             Pero aquella alianza se sellaba, como nos recuerda Pablo, con sangre de animales, machos cabríos y corderos. Era todo un símbolo de los nuevos tiempos, de la Nueva Alianza, que será sellada con la sangre de Cristo, el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Jesús es el nuevo Moisés, y más que Moisés o los profetas, pues es el mediador entre Dios y los hombres, Dios hecho hombre. Y por él hemos sido reconciliados con el Padre a través de su sacrificio en la cruz. Con su sangre nos ha rescatado, nos ha liberado, nos ha puesto en paz con Dios y hace posible la reconciliación y la paz entre los hombres. Nuevamente la sangre, pero ésta por última vez, es el principio de vida para la humanidad, signo de fidelidad.

             Jesús derramó hasta la última gota de su sangre en la cruz el viernes santo. Pero el jueves, la noche antes de padecer, en la última Cena quiso dejarnos un memorial imborrable de su sacrificio en la eucaristía. Nos lo recordaba San Marcos: primero tomó pan y sentenció "éste es mi cuerpo", después tomó la copa llena de vino y proclamó "ésta es mi sangre". Y nos invitó a repetir estos gestos en su memoria. Es lo que hacemos cada domingo, al celebrar la eucaristía. Recordamos, y de un modo especial en este día -del Cuerpo y Sangre de Cristo- lo que hizo Jesús. Y como los israelitas en el Sinaí, comulgamos, es decir nos comprometemos con Jesús y en la tarea de Jesús, prometiendo cumplir el mandamiento del Señor: amaos los unos a los otros, como yo os he amado, hasta dar la vida. La Eucaristía es la fuente inagotable del amor cristiano porque Cristo mismo es el que se nos entrega para que amemos a Dios y nos amemos los unos a los otros.

Siempre necesitados beber  de nuevo de la primera y original fuente que es Jesucristo de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios. Un amor que es universal. Hoy la Iglesia, al celebrar el Día de la caridad bajo  el lema  "Una sociedad con valores es una sociedad con futuro", nos invita a que estemos atentos a la situación crítica en la que vivimos. La crisis económica actual pone en evidencia una profunda crisis de valores morales. La dignidad de la persona es el valor que ha entrado en crisis cuando no es la persona el centro de la vida social y económica; cuando el dinero se convierte en fin en sí mismo y no en un medio de servicio de la persona y del desarrollo social. Una de las posibles causas de la crisis es la falta de transparencia, de responsabilidad y de confianza. Estos no son elementos económicos o financieros, sino actitudes éticas, lo cual quiere decir que cerraremos en falso la crisis si no estamos dispuestos a afrontar la crisis ética que la sustenta.  Es una oportunidad de rectificar y sentar las bases de la convivencia en valores sólidos capaces de construir un orden económico y social transparente y justo. Que así sea con la Gracia de Dios.

5 de junio de 2009

"SOMOS HIJOS DE DIOS"

TRINIDAD  -B-  Dt 4,32-40 /Rom 8,14-17/ Mt 28, 16-20

Dice el Deuteronomio: "Reconoce y medita en tu corazón que el Señor  es el único Dios, allá arriba en el cielo y aquí abajo, en la tierra, no hay otro Dios". ¿Podemos "conocer" a Dios?. Llevamos tanto tiempo recorrido –de vida propia, de historia, de cultura y religiones- que la pregunta quiere ser ya definitiva.¿Qué hacer para "comprender, para acercarnos  al misterio de Dios"?.

San Agustín nos narra su experiencia en capítulo XV de su tratado "De Trinitate": "Fijé mi atención en esta regla de fe; te he buscado según mis fuerzas y en la medida en que Tú me hiciste poder, y anhelé ver con mi inteligencia lo que creía mi fe, y disputé y me afané en demasía. Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte; ansíe siempre tu rostro con ardor. Dame fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste que te encontrara y me has dado la esperanza de un conocimiento más perfecto. Ante ti está mi firmeza y mi debilidad; sana ésta, conserva aquélla. Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia; si me abres, recibe al que entra; si me cierras, abre al que llama. Haz que me acuerde de ti, te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta la reforma completa"

            En un verso de singular profundidad, en el que dialogan el alma y Dios, escribe Santa Teresa de Jesús:
                       
Y si acaso no supieres
                        dónde me hallarás en Mí,
                        no andes de aquí para allí,
                        sino si hallarme quisieres
                        A Mí has de buscarme en ti.

El poeta Leopoldo Panero, ante el misterio se pregunta:

                        "Ahora que la noche es tan pura y que no hay nadie más que Tú,

                        dime quién eres.

                        Dime quién eres y qué agua tan limpia tiembla en toda mi alma;

                        Dime quién soy yo también;

                        Dime quién eres y porqué me visitas,

                        Por qué bajas a mí, que estoy tan necesitado,

                        Y por qué te separas sin decirme Tu nombre,

                        Ahora que la noche es tan pura y que no hay nadie más que Tú..."

 

¿Quién eres Tú, Dios mío?. La Palabra nos recuerda hoy que Dios se revela como Trinidad y nos llama a una intimidad inimaginable para el hombre: llegar a formar parte de su Vida, de su Misterio de Amor. Por el Bautismo hemos recibido un espíritu no  de esclavitud para recaer en el temor, sino de hijos adoptivos  y de hermanos.  Somos con toda verdad "hijos de Dios", somos "herederos de Dios" de sus bienes, de su amor y misericordia.  Esta es nuestra nueva condición humana; nuestra vida marcada por la dignidad soberana de la libertad que nos hace llamar al mismo  Dios: "Abba" (Padre querido).

En Cristo, la Palabra hecha carne, se nos manifiesta cuál es el nombre de Dios  y, al mismo tiempo, se nos muestra la vocación humana: la comunión. Una comunión que en Dios es Plenitud (Padre, Hijo y Espíritu) y en nosotros aspiración, búsqueda... Por eso nuestra vocación es la santidad en medio del mundo y por eso debemos predicar y enseñar lo que vivimos y experimentamos. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad,  a vivir la experiencia de su amor. No de un amor de poesía o irreal, sino un amor actual, concreto, hecho obras. Un amor que se experimenta en la vida diaria, en el sufrimiento, en la entrega al prójimo, en los momentos más obscuros de la vida. Dios se revela como único y, al mismo tiempo, como Padre de misericordia que ha puesto en nosotros el Espíritu de su Hijo. "Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Que así sea con la Gracia de Dios.