25 de marzo de 2009

"...ATRAERÉ A TODOS HACIA MI"

DOMINGO V DE CUARESMA -B- Jer 31,31-34 / Heb 5, 7-9 / Jn 12, 20-33.      

 

            "Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones". El anuncio de Jeremías en la primera lectura es agua fresca, aire limpio:  Dios no olvida  ni rechaza su alianza  pero tiene que hacerla totalmente nueva. El pueblo olvidaba con frecuencia el pacto cuyas leyes estaban escritas en tablas de piedra, los padres no se la enseñaban persuasivamente a sus hijos. Yahvé les dice ahora que la ley de la nueva alianza la escribirá él directamente en los corazones de las personas y así no necesitarán enseñársela los unos a los otros. Todas las personas, desde los más pequeños hasta los mayores, le reconocerán como su único Dios y Señor. El acto que inaugura la nueva alianza es el perdón: "Todos me conocerán cuando no recuerde sus pecados". Nuestra conciencia interior, si no está deformada por nuestro egoísmo o por la sociedad, siempre nos aconseja hacer el bien. La ley natural, decían ya nuestros antiguos filósofos y teólogos, es universal; está escrita e inscrita en nuestro corazón y siempre nos manda hacer el bien y evitar el mal.

Para ello, en tantas ocasiones, es necesario "que el grano de trigo muera", "perder la vida para ganarla".  Jesús, llegada su hora, mostró que aceptaba cumplir la voluntad de Dios. Hacer la voluntad de Dios significa "hacer lo que agrada a Dios" viviendo las consecuencias de una relación personal con Dios, no obedeciendo una ley impersonal. Cuando amamos a alguien buscamos hacer lo que le agrada, lo que le hace feliz y así somos felices... y esto como fruto de una relación personal no por imposición externa. Respetando nuestra libertad, Dios nos invita a realizar plenamente aquello que por naturaleza somos,  desarrollando todos los dones depositados en nosotros. Jesús, el hombre más libre que podemos imaginarnos, hizo la voluntad de Padre, "aprendió sufriendo a obedecer". La voluntad de Dios es nuestro bien, es nuestra libertad, aunque a veces sintamos todas las contradicciones inseparables de nuestra condición.

            El evangelio nos enseña hoy que en Jesús se dan la mano dos realidades fuertemente antagónicas: la muerte y la fecundidad. Entregando su vida en la Cruz nos dio la nuestra por la Salvación. La hora de Jesús es la hora de la redención universal por el sufrimiento y por la glorificación. Si es verdad que el sufrir por sufrir es absurdo e indigno del hombre, lo es también que en el hacerlo  por fidelidad a unos principios y a unas convicciones que sustentan la propia vida,  a la propia conciencia..., está el verdadero sentido y valor del mismo. Ese sufrimiento, a los ojos de Dios, no sólo tiene sentido, sino que tiene un valor de redención, como el de Jesucristo. Es un sufrir nunca fácil, pero, sin duda, fecundo.

¿ Cuándo nos hemos sentido más satisfechos en lo más hondo de nuestra alma? ¿cuando hemos buscado por encima de todo nuestro bienestar, nuestro provecho, la satisfacción de nuestro egoísmo, o cuando hemos sabido -por gracia de Dios- ayudar a los demás, compartir nuestra vida..., dicho sencillamente, cuando hemos sabido amar? Seguro que cuando hemos sido capaces de darnos y de dar generosamente aunque ello nos haya ocasionado esfuerzo, dolor, algo de "muerte" para nuestro egoísmo y para nuestro orgullo. Todo el sentido de la vida y el dolor se realiza allí donde está el amor..., un amor que se entrega, que acepta la dinámica del grano de trigo que, tras morir, da fruto. La muerte de la que nos habla Jesús no es un suceso aislado, sino la culminación de un proceso de entrega de sí mismo, sin reservas, sin condiciones... Es verdad: no hay Pascua sin Cruz, pero no salva el dolor, la cruz sola, el sufrimiento..., salva el Amor.            Dijo en una ocasión Madre Teresa: "Voy a pasar por la vida una sola vez, cualquier cosa buena que yo pueda hacer o alguna amabilidad que pueda hacer a algún humano, debo hacerlo ahora, porque no pasaré de nuevo por ahí". Que así sea con la Gracia de Dios.

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