24 de diciembre de 2008

"LA FAMILIA, ESCUELA DE HUMANIDAD"

Con motivo de la Fiesta de la Sagrada Familia, nuestra fiesta y la de todas las familias cristianas, os envío,en lugar de la Homilía, el texto de la Subcomisión episcopal para la Familia y la Vida. Os deseo una Feliz Navidad y la Bendición del Señor para vuestras familias durante el Nuevo Año 2009.

 

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«La familia formadora de los valores humanos y cristianos». Este es el tema elegido para el sexto encuentro mundial de las familias que tendrá lugar en México del 14 al 18 de enero. El hilo conductor de este encuentro hace referencia a la familia como el camino que conduce al hombre a una vida en plenitud. Unidos a esta idea fundamental nos disponemos a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia con el siguiente lema: «La familia, escuela de humanidad y transmisora de la fe».

 

I. ESCUELA DE HUMANIDAD

 

a) Aprender a recibir el amor

 

«La familia es escuela del más rico humanismo» (Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, Gaudium et spes, 52). Estas palabras del Concilio Vaticano II presentan a la familia como la morada donde el hombre aprende a ser hombre. Se trata, por tanto, del lugar en el cual se desarrolla la primera y más fundamental ecología humana, el ámbito natural y adecuado para que pueda desarrollarse el aprendizaje de lo verdaderamente humano. Así lo descubrimos a la luz de la Revelación del Hijo de Dios que elige la Sagrada Familia para crecer en su humanidad.

En el hogar familiar la persona reconoce su propia dignidad. Lejos de cualquier criterio de utilidad, en su familia el hombre es amado por sí mismo y no por la rentabilidad de lo que hace. Más allá de lo que pueda aportar por sus posesiones o por sus capacidades físicas, técnicas, intelectuales o las propias de su personalidad, la persona no es un medio al servicio del interés de otros; es un fin absoluto, amada por sí misma, de un modo fiel que permanece en el tiempo incluso con sus propias debilidades.

 

b) Aprender a acoger y acompañar la vida

 

La familia es el santuario de la vida donde cada miembro es reconocido como persona humana desde su concepción hasta su muerte natural y aprende a custodiar la vida en todos los momentos de su historia. La misión de acoger y acompañar la vida es una labor permanente de la familia. Sin embargo, esta misión adquiere una relevancia singular en este momento en que muchas familias son afectadas dramáticamente por la crisis económica y, sobre todo, cuando han sido anunciadas reformas legislativas que ponen en peligro la vida naciente y terminal: el aborto y la eutanasia.

En la familia, escuela de solidaridad, compartimos los bienes y sostenemos fraternalmente a los miembros más necesitados. Y es en el hogar familiar donde, frente a la posesión de muchos bienes materiales inducida por un consumismo desmedido, aprendemos lo que es verdaderamente importante: el amor.

En la familia se percibe que cada hijo es un regalo de Dios otorgado a la mutua entrega de los padres, y se descubre la grandeza de la maternidad y de la paternidad. El reconocimiento de la vida como un don de Dios nos urge a pedir que no se prive a ningún niño de su derecho a nacer en una familia, y que toda madre encuentre en su hogar, en la Iglesia y en la sociedad las ayudas necesarias para tener y cuidar a sus hijos.

En la familia y en la comunidad cristiana se encuentra la razón para vivir y seguir esperando. Todos, incluidos los que sufren por enfermedad, soledad o falta de esperanza, pueden hallar en la familia y en la Iglesia la certeza de ser amados, y sobre todo la convicción del amor único e irrepetible de Dios que permanece más allá del pecado y de la muerte: «la verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando "hasta el extremo", "hasta el total cumplimiento" (cf. Jn 13,1; 19,30)» (Benedicto XVI, Spe salvi, 27).

 

c) Aprender a dar la propia vida

 

A través de las relaciones propias de la vida familiar descubrimos la llamada fundamental a dar una respuesta de amor para formar una comunión de personas. De esta manera, la familia se constituye en la escuela donde el hombre percibe que la propia realización personal pasa por el don de sí mismo a Cristo y a los demás, como advierte el Señor en el Evangelio: «porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará» (Lucas 9, 24). El eco de estas palabras del Señor resuenan en la enseñanza del Concilio Vaticano II: «el hombre, única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (Gaudium et spes, 24. De esta manera, la familia es la escuela en la que se forja la libertad orientada por la verdad del amor: «la libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y tiende a la comunión», Veritatis splendor, 86).

 

II. TRANSMISORA DE LA FE

 

La primera manifestación de la misión de la familia cristiana como iglesia doméstica es la transmisión de la fe (Cf. Conferencia Episcopal Española, Directorio de la pastoral familiar de la Iglesia en España, 66).

La experiencia del amor gratuito de los padres que ofrecen a los hijos la propia vida de un modo incondicionado, prepara para que el don de la fe recibido en el bautismo se desarrolle adecuadamente. Se dispone así a la persona para que pueda conocer y acoger el Amor de Dios Padre manifestado en la entrega de su Hijo, y construir la vida familiar en torno al Señor, presente en el hogar por la fuerza del sacramento del matrimonio.

En la familia cristiana descubrimos que formamos parte de una historia de amor que nos precede, no sólo por parte de los padres y abuelos sino, de un modo más fundamental, por parte de Dios según se ha manifestado en la historia de la salvación.

En la familia cristiana se descubre la fe como una verdad en la que creer, la verdad del Amor de Dios que implica la respuesta de toda la persona. Encontramos así la vocación propia de todo hombre, la llamada a entregar a Dios la propia vida.

En el hogar cristiano se descubre la fe como verdad que se ha de celebrar introduciendo a cada miembro en la vida de los sacramentos que acompañan los acontecimientos más fundamentales de la historia familiar. De un modo central la Eucaristía, porque hace presente la entrega esponsal de Cristo en la Cruz y enseña e impulsa a dar la vida por amor incluso en los momentos de dificultad o sufrimiento.

En la familia cristiana se descubre la fe como una verdad que se ha de vivir y, por lo tanto, que se ha de practicar en la vida, orientando y configurando la actuación concreta de cada miembro de la familia.

 

III. CONCLUSIÓN

 

Que la familia se constituye en la primera y más fundamental escuela de aprendizaje para ser persona es un hecho originario y, por lo tanto, insustituible. Así lo descubrimos a la luz del misterio del nacimiento del Hijo de Dios que contemplamos en la Navidad. La familia es el lugar elegido por Jesucristo para aprender a ser hombre: "el niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él" (Lucas 2, 40); es el reflejo en la tierra del misterio de Comunión eterna que Él vive en el seno de la Santísima Trinidad.

Rogamos a la Sagrada Familia que el encuentro mundial de las familias suponga una fuerte efusión del Espíritu para que Cristo sea la piedra angular sobre la que se construye el hogar cristiano. Nuestra oración se dirige especialmente a las madres que encuentran serias dificultades para dar a luz a sus hijos, a los ancianos y enfermos que ven mermada su esperanza y a los hogares que están sufriendo los efectos de la actual situación económica.

Rogamos también por los frutos de la especial celebración de la fiesta de la Sagrada Familia que por segunda vez tendrá lugar este año en Madrid con la intervención del Papa a través de la televisión.

Que el hogar de Nazaret sea la luz que guíe la vida de nuestras familias para que sean escuelas de humanidad y transmisoras de la fe.

Con nuestra bendición y afecto:

 

Mons. Julián Barrio Barrio,Presidente de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar

Mons. Juan Antonio Reig Pla,Presidente de la Subcomisión de Familia y Vida

Mons. Francisco Gil Hellín

Mons. Vicente Juan Segura

Mons. Manuel Sánchez Monge

Mons. Mario Iceta Gavicagogeascoa

Mons. Gerardo Melgar Viciosa

15 de diciembre de 2008

"DARÁS A LUZ..."

DOMINGO IV ADV.-B- 2Sm 7,1-5.8-11.17/Rom 16,25-27/Lc 1,26-38

            En la primera lectura de hoy se nos hablaba del arca de la Alianza, símbolo de la presencia de Dios en medio del pueblo. Se guardaba en el interior de una tienda, recuerdo del tiempo del Éxodo por el desierto. Durante el reinado del rey David, tiempo de paz y estabilidad, se podía pensar en construir un templo, una casa digna de aquel tesoro con la idea de mantener la centralidad de Dios en la vida del pueblo y del Reino recién instaurado. En este contexto el profeta Natán  anuncia al rey que de su dinastía saldrá aquel que será rey por siempre y eso se realizará por obra del mismo Dios. Esta dinastía será mucho más importante que todos los templos que David o sus descendientes puedan construir. Con esta profecía enlaza el evangelio de hoy.  Cuando llegó el tiempo en que el plan de Dios, escondido en el silencio de los siglos, salió a la luz, el ángel Gabriel saludó a María, prometida con un descendiente de David, diciéndole: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo". Este es el plan de Dios: "...darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús...".  Esta es la grandeza del Hijo de María. No puede nacer únicamente de la carne y la sangre, sino de Dios mismo. En consecuencia, el ángel añade: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios". Dios elige un templo, no de piedra, sino de carne.

            María se convierte, por su "sí" a Dios,  en la nueva arca de la Alianza, como decimos en las letanías del rosario, en la morada de Dios preparada desde siglos. Una joya tan preciada como el mismo Hijo de Dios hecho hombre, necesitaba un estuche santo, inmaculado, lleno de gracia.  Dios para realizar lo más importante y comprometedor  puede hacer con una criatura suya: "hacerse carne de su carne",  pide el permiso de esa criatura. De este modo respeta nuestra  libertad  y  la toma en serio. Somos más libre y más responsable, más humanos cuando Dios nos invita a una relación de amistad y comunión; cuando su Espíritu  nos llena de luz, de  amor, de  paz..., nos hace plenamente libres y responsables. En la segunda lectura, Pablo dice a los cristianos de Roma y en ellos a nosotros que, en Cristo, se nos ha revelado el misterio contenido en Dios, todo lo que Dios es y todo lo que el hombre es y puede llegar a ser, porque el Dios que existe, el Dios que se nos ha mostrado en Cristo, es un Dios encarnado, "Palabra" viva y presente escrita en nuestro corazón por el Espíritu. Por eso nosotros también somos templos del Espíritu.  Cada vez que comulgamos, y dentro de unos momentos volveremos a hacerlo, nos sumergimos en este misterio de amor, de presencia, de Emmanuel: Dios-con-nosotros.

            Se preguntaba Tony de Mello: "¿De qué vale buscar a Dios en lugares santos si donde lo has perdido es en tu corazón? No se trata, por lo tanto,  de colocar a Dios en un espacio externo, en un lugar grandioso pero frío. Se trata de ofrecer a Dios un espacio íntimo, cálido y palpitante, un lugar secreto del corazón en el que pueda cada día "nacer". Sin duda, Dios busca personas que le abran las puertas del alma, que estén siempre dispuestas a la escucha y la acogida, que, en medio de los ajetreos tengan un tiempo, un espacio, para Dios, para lo esencial. Llegamos al final del adviento, tiempo de "buena esperanza"; las cuentas terminan. María y José lo tienen ya todo preparado..., la criatura puede llegaren cualquier momento, es una sorpresa. Vamos, por ello, a esforzarnos por abrir a Dios las puertas de nuestra casa y por convertirnos cada uno en el más hermoso templo para acogerlo en los hermanos. Vamos a permanecer en oración constante con El, siempre preparados, a punto nuestro hogar. Y vamos también a preocuparnos por todos los templos vivos de Dios, a respetarlos, defenderlos y dignificarlos para que nunca sean profanados y menos en nombre de Dios. Que así sea con Su  Gracia.

12 de diciembre de 2008

"...ME ALEGRO CON MI DIOS"

III DOM ADV -B- 3- Is 61,1-2a.10-11/1 Tes 5,16-24-Jn 1,6-8.19-28

 

"Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios" (Is), "se alegra mi espíritu en Dios mi salvador" (Salmo),"estad siempre alegres" (Pablo), la liturgia de hoy nos habla de alegría recordándonos que como el suelo echa sus brotes, del mismo modo la venida del Señor hará brotar en la tierra la justicia y el consuelo de los hombres, el año de gracia del Señor y la liberación de todo mal. Ahora bien, es legítima la pregunta: ¿Es posible la alegría cuando vemos la realidad que tantas veces nos supera con sus desgracias?. En el  evangelio, Juan, el Precursor, señala la razón de toda alegría: "en medio de vosotros está". A Isaías (que recoge la voz agradecida del pueblo que se siente transformado por la acción del Señor), María, Pablo y Juan, a los cristianos, nos une un mismo gozo: nuestros ojos han descubierto al Señor, a quien no son capaces de descubrir los levitas y sacerdotes del templo de Jerusalén que interrogan a Juan, ni los hombres y mujeres que se cierran al don de la fe.

Todos nosotros estamos llamados a compartir esa misma alegría, -que nace del encuentro con Jesús, el Mesías-  para dar testimonio de ella a cuantos no encuentran ninguna razón para alegrarse. Así hicieron los santos. Así tenemos que hacer los hombres y mujeres de fe.  La alegría no es consecuencia de una situación personal de prosperidad, ni de un par de copas vacías, ni viene del exterior; es un don de Dios que puede ser experimentado incluso en el dolor, el fracaso o la persecución. El fundamento sólido de la alegría es la presencia de Dios en medio de nosotros, la salvación que él nos ofrece a pesar de todos nuestros fallos y miedos. La alegría cristiana no se apoya en nuestras virtudes o triunfos, sino en la victoria de Cristo que permanece viva para todos nosotros: el pecado y la muerte fueron vencidos y con ellos las principales raíces de nuestra tristeza.  Dios es fiel y la vida y mi vida tienen sentido.

Reflexionando sobre la alegría  escribía el papa Pablo VI: "De esta manera el hombre experimenta la alegría cuando se halla en armonía con la naturaleza y sobre todo  la experimenta en el encuentro, la participación y la comunión con los demás. Con mayor razón conoce la alegría y la felicidad espirituales  cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo. Poetas, artistas, pensadores, hombres y mujeres simplemente disponibles a una cierta luz interior, pudieron, antes de la venida de Cristo, y pueden en nuestros días, experimentar de alguna manera la alegría de Dios. Pero ¿cómo no ver a la vez que la alegría es siempre imperfecta, frágil, quebradiza? Por una extraña paradoja, la misma conciencia de lo que constituye, más allá de todos los placeres transitorios, la verdadera felicidad, incluye también la certeza de que no hay dicha perfecta. Esta paradoja y esta dificultad de alcanzar la alegría me parecen especialmente agudas en nuestros días…La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil  engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos".

Sin despreciar el valor de las satisfacciones humanas, la alegría cristiana es la  del caminante,  del que busca sin encontrar todavía, del que lucha sin haber conseguido el triunfo final, del insatisfecho porque no ha alcanzado la meta, del que está en tinieblas pero sabe que no se ha apagado el sol, del que se levanta de nuevo después de haber caído..., en palabras de Isaías:"del que venda los corazones rotos, proclama a los prisioneros la libertad, dignifica al hombre abandonado...".  Alegría, dice Pablo,  del que "lo examina todo" y se queda con lo bueno y se guarda de toda forma de maldad; del que es testigo de la Luz. En la Última Cena, antes de la Pasión, dijo Jesús: "Que mi alegría esté en vosotros y sea perfecta". Que así sea con la Gracia de Dios.

4 de diciembre de 2008

"...PROCURAD QUE DIOS OS ENCUENTRE EN PAZ..."

II DOMINGO ADVIENTO -B- Is 40,1-11/2P 3,8-14/Mc 1,-8

 

Isaías, el profeta del Adviento, nos anuncia, en un texto de honda belleza,  un mundo mejor. El pasaje leído se encuentra dentro de los capítulos llamados "Libro de la Consolación", y constituye un hermoso mensaje  de esperanza y de consuelo  dirigido al pueblo, deportado en Babilonia, que sueña y anhela  regresar a la tierra prometida. Nadie mejor que él se acercó tanto a lo que sería la vida de Jesús de Nazaret. Marcos, en su evangelio, la Buena Noticia que es Cristo mismo,  nos muestra, con precisión y brevedad, la predicación de San Juan Bautista. Es la voz que clama a los cuatro vientos:  "En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios", tal como profetizó Isaías. Juan es,  asimismo, un hombre excepcional entregado a su misión, sin titubeos, sin tregua ni falsedades; su  grito, pronunciado en el impresionante silencio del desierto, debe llegar a nosotros, a lo más íntimo de nuestro corazón. Nos quiere recordar nuevamente que no podemos perder la oportunidad una vez más, de dejar pasar otro adviento sin convertirnos; que  debemos romper las amarras que nos tienen atrapados en el puerto de nuestra comodidad y miedo.

Estamos ante una llamada clara a preparar la venida de Jesús que pasa por nuestra reflexión, conversión y nacimiento a una vida nueva. El cambio de vida exige el abandono de lo que dificulta que Dios pueda nacer entre nosotros. Traspasando a nuestra propia realidad vital el simbolismo del camino nos conduce a la siguiente reflexión: los caminos, los montes y colinas que debemos rebajar y elevar son nuestros propios caminos interiores. Hay que levantar los valles y las depresiones que acompañan nuestra vida; hay que buscar horizontes amplios que nos permitan mirar más allá de nosotros mismos; es necesario bajar montes y colinas para  liberarnos de nuestro egoísmo y autosuficiencia  y aceptar la verdadera realidad de nuestro yo; es urgente enderezar lo torcido; corregir lo que está errado; luchar por transformar aspectos sombríos de nuestra vida y de nuestro mundo. Caminos de fidelidad y conversión, que nos llevan al centro de nosotros mismos, a nuestra verdad más desnuda.... Caminos que debemos recorrer orientados por la voz de los profetas, de los santos, de los hombres y mujeres que ya los han recorrido: "Si quieres llegar a Dios, dice san Agustín, recorre los caminos del hombre" (Agustín).

El bautismo de Juan es una preparación para la llegada de aquél que viene detrás "y yo no merezco agacharme para desatarles las sandalias". El bautismo de agua es sólo de penitencia. Hay que empezar por ahí, es decir cambiando de rumbo y de actitud, reconociendo el mal y la injusticia, llevando una vida austera, sirviendo a Dios y a los hermanos. Pero la auténtica transformación viene del Bautismo con el Espíritu Santo que proclama y ofrece Jesús. Como el fuego purifica y transforma, así también seremos trasformados por el Espíritu si creemos en él y vivimos el Evangelio.

El Adviento no nos deja caer en la banalidad del tiempo vacío; al contrario, nos invita a esperar y confiar preparando el camino al Señor  que viene en las personas que llaman diariamente a nuestra puerta y a nuestro corazón. Si solo esperamos acontecimientos extraordinarios no sabremos saborear y aprovechar lo extraordinario de cada momento, de cada segundo, la pequeña puerta por la que puede entrar el Señor. San Pedro nos recuerda que sólo podremos esperar y desear  "un cielo nuevo y unas tierra nueva en la que habite la justicia" si miramos con sensibilidad  nuestro  mundo y entendemos que los caminos del Señor sólo se preparan en la medida en que se espera y desea intensamente a Dios. Ojalá en nuestra vida sean realidad las palabras finales de la segunda lectura:  "Mientras esperáis la venida del Señor, procurad que os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprensibles". Que así sea con la Gracia de Dios.