16 de octubre de 2008

"MISIONEROS POR VOCACIÓN"

DOMINGO XXIX T.O. -A- Is 54, 1.4-6/Tes 1, 1-5b/Mt 22, 15-21

 

"Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (1Cor 15,16). Son palabras de Pablo, cuyo año, como tiempo de gracia y gratitud, estamos celebrando. Al recordar su vida descubrimos que tuvo que amar mucho a Jesucristo para entregar generosamente su vida a favor del Evangelio. Su experiencia fue tan profunda y  tan impregnada de amor que no puede por menos que identificarse con Cristo y difundir en todas partes la grandeza de creer en el Salvador de la humanidad: "Por mi parte, muy gustosamente gastaré y me desgastaré totalmente por vuestras almas" (2Cor 13,15). Tras la extraordinaria experiencia, camino de Damasco, del encuentro con Cristo,  Pablo cambió su vida y aprendió a reconocer que en todo ser humano está la huella de Dios y  que "anunciar el Evangelio allí donde el nombre de Cristo no era aún conocido" (Rom 15,20) es lo más importante. Él mismo se siente un misionero de por vida, con una entrega total que le lleva a pasar por todas la penalidades.

Una Iglesia "misionera por vocación, como Pablo" (Domund 08) es una Iglesia siempre viva a pesar de las pequeñas o grandes dificultades que haya para el anuncio explícito o implícito del evangelio. Quien vive unido a  Cristo no puede por menos que anunciarlo, que ser, en nuestro mundo, "misionero de la esperanza". Hemos escuchado en la segunda lectura un texto venerable (las primeras palabras del comienzo de la carta a los Tesalonicenses del año 51, primer escrito del NT). En el fragmento de hoy se delinea, en pocas palabras, lo que debe ser una comunidad cristiana que vive y anuncia la "primacía de Dios": la actividad de vuestra fe -en la vida concreta-, el esfuerzo de vuestro amor -porque el amor exige generosidad-, el aguante de vuestra esperanza -porque hace falta para la dureza de la vida-: sobre esta vida teologal se funda la comunidad y su esfuerzo por vivir la misión y la predicación de Jesucristo.

 Los cristianos no debemos  desentendernos de lo que ocurre en la sociedad, porque somos ciudadanos del mundo y hemos aceptado el compromiso de transformarlo según los criterios evangélicos. Hoy se habla mucho de "laicidad". En un sentido positivo, lo recordaba Benedicto XVI en su reciente viaje a Francia,  puede entenderse como la autonomía, que se ha de promover y respetar,  entre lo temporal y lo religioso. Pero no lo entienden bien quienes niegan cualquier intervención del creyente en lo temporal y reducen su actuación a lo privado, encorsetando lo religioso como algo perteneciente al individuo aislado, negando a la fe cualquier tipo de expresión o manifestación pública. Quien esto hace practica un laicismo que impide a los demás manifestar un sentimiento tan humano como es la fe religiosa.

La expresión evangélica "A Dios lo que es de Dios" conlleva reconocer qué es lo que debemos hacer para honrarle y mostrarle nuestro amor: su voluntad es que colaboremos en la construcción de un mundo más humano y esto implica denunciar lo que es injusto, eliminar las estructuras  de pecado y comprometerse -tomar partido en el sentido positivo- en todo aquello que realiza al hombre como persona y le confiere la dignidad de hijo de Dios.  La comunidad cristiana debe ser creadora de comunión humana. Este testimonio es la base de su credibilidad y  es la base de su acción transformadora.    

La comunidad cristiana está llamada a ser un espacio público donde el corazón de Dios sigue latiendo en medio de la sociedad y donde es posible dar crédito al amor,  hacer presente la salvación, mostrar una realidad humana más habitable y en comunión; desarrollar una evangelización tanto por el anuncio explícito de Jesucristo (el único que ilumina con su vida y su doctrina todos los aspectos de la vida del hombre y de la historia), como por el trabajo por un cambio de estructuras sociales. No se trata de imponer pero si de proponer sin ambigüedades otros modos de entender la vida del hombre, sus relaciones, su trabajo, su dignidad evitando que caiga todo ello bajo el absolutismo relativista.

Han cambiado los tiempos. La iglesia no busca ni puede erigirse como la única institución para moldear toda la trama social desde los postulados que conserva, predica y sostiene en su afán evangelizador. Pero, la iglesia, tampoco puede sustraerse y replegarse sobre sí misma para que algunos actúen a su propio antojo. Misioneros aquí y ahora para devolver a las personas la conciencia de su dignidad, la fuerza de la fe y el dinamismo del amor. Que la fuerza del Espíritu nos sostenga en esta tarea evangelizadora.

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