31 de octubre de 2008

"NADIE VA AL PADRE SINO POR MI"

FIELES DIFUNTOS  Lamentaciones 3, 17-26/Rom 6, 3-9/Jn 14, 1-6

 

El libro de las Lamentaciones se escribe en una situación de profunda crisis: Jerusalén, la elegida, la morada de Dios, ha sido destruida y el pueblo llevado al exilio. ¿Dónde está nuestro Dios? La fe se tambalea. No solo la ciudad santa ha sido abatida; es el creyente israelita el derrumbado. La amargura no se esconde. Se expresa con toda su fuerza: "Me han arrancado la paz". El creyente en Dios se siente profundamente hundido, deshecho, abatido. Se agotaron sus fuerzas, perdió su esperanza.

El texto manifiesta una situación en la que todo hombre o mujer  podemos encontrarnos en algún momento de la vida. La Biblia recoge las experiencias del ser humano. Ellas son un lugar privilegiado para el encuentro con Dios. "Fíjate en mi aflicción, Señor" es la oración que brota de los labios y del corazón abatido. Y desde ahí le viene la respuesta: "Pero hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza".  Ésta revive, se encuentra en la  misericordia y la compasión del Señor que no acaban nunca. Estas palabras pueden traer también mucha paz a nuestro corazón. Dios es fiel, es bueno esperar en él mientras se le busca en medio del dolor; es bueno permanecer ante él en silencio, esperando confiadamente su salvación. "¡Qué grande es tu fidelidad!". "Mi alma espera en el Señor, mi alma espera en su Palabra".

En el relato evangélico Jesús quiere afianzar esa esperanza nuestra en la vida que Dios padre nos ofrece a todos. Las palabras que hoy escuchamos las sitúa el evangelista Juan en la noche entrañable de la Última Cena. Es el momento del testamento, de lo último que Jesús les dice para que lo conserven para siempre. El ambiente está teñido de tristeza. Jesús presiente que el final puede estar muy cerca y esa sensación invade el cenáculo… Nos ocurre también a nosotros cuando percibimos que la vida  de nuestro ser querido o nuestra propia vida están llegando a su meta. En esta situación le pide a los discípulos dos cosas: que no se turbe su corazón y que crean en Él, que se fíen de sus palabras... ¿Cómo les va a engañar en esos momentos?.

Y el contenido de sus palabras es muy alentador, para ellos y para nosotros que hoy hemos venido a recordar  con cariño a aquellos seres queridos que nos precedieron  en el camino hacia la casa del Padre. También nosotros queremos creer a Cristo vivo y sus palabras de vida eterna. En la casa del Padre hay un lugar para todos. Llegado al momento último,  Jesús nos toma de la mano y nos lleva con él a donde él está: la gloria del Padre, la definitiva vida fraterna, el descanso y la paz para siempre.

Tomás el apóstol nos hace un favor impagable al  preguntar a Jesús por el camino a recorrer hacia ese encuentro definitivo con el Padre. Jesús responde a Tomás  y gracias a él a todos nosotros: "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va a al Padre sin no por mí". Jesús es para nosotros y con nosotros camino y caminante. Sus huellas son signo cierto de que andamos en la buena dirección, también los días nublados por el dolor y la duda. Con Jesús caminamos en esa verdad de la existencia que a veces nos cuesta conocer. Con él caminamos hacia la vida  definitiva mientras recorremos esta vida que con frecuencia resulta dolorosa.

Nuestra comunión en este día puede ayudarnos a vivir la comunión con Cristo y sus palabras, la comunión fraterna de todos los que somos caminantes en este mundo y la comunión con nuestros seres queridos que viven ya en las moradas que el Padre a todos prepara. Así, en amor, fe y esperanza, prolongamos la fiesta que ayer celebrábamos en honor a Todos los Santos. Entre ellos están también los nuestros, aquellos que  acompañaron nuestra vida desde la infancia. Ellos descansan en paz. Nosotros  "unidos a Cristo en una muerte como la suya, lo estaremos  también en una resurrección como la suya". Que así sea con la Gracia de Dios.

23 de octubre de 2008

"MAESTRO ¿CUÁL ES EL MANDAMIENTO PRINCIPAL?"

DOMINGO XXX TO -A- Ex 22, 21-27 / Tes 1, 5c-10 / Mt 22, 34-40

 

            "Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas". Esa fue la respuesta de Jesús a la pregunta de los fariseos, interesados por el mandamiento principal. Es la respuesta del evangelio a todos los interesados en saber qué es lo importante. El amor de Dios es lo primero, lo que sostiene o debe sostener toda la vida y obras de los creyentes.  Dios se nos ha revelado como amor, como el que nos quiere, como nuestro Padre. Por eso el ser hombre, más aún el ser creyente, no puede consistir sino en corresponder con amor al amor de Dios. Y esto es fundamental, porque sabemos que Dios nos quiere, no porque seamos buenos o malos, sino porque él es bueno. El amor de Dios es gratuito, y así funda también la gratuidad del amor de los hombres. Si sólo queremos a los que nos quieren es posible que, del mismo modo, odiemos a los que nos odian.

            "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". La respuesta de Jesús se completa con el amor al prójimo. El amor de Dios es el fundamento, sobre el cual se construye y crece el amor a nuestro prójimo. Jesús quiere evitar que sus interlocutores se anden por las ramas, e invita con claridad a aterrizar en la vida diaria. No se puede amar a Dios, cuando se hace imposible la vida a los demás. Existe una vinculación entre la fe en Dios y el comportamiento humano. El mandamiento del amor al prójimo no es un mandamiento teórico sino concreto. Debo amar aquí y ahora a las personas que me necesitan. El libro del Éxodo nos enseña que el justo no debe practicar la opresión y que las personas más necesitadas, a las primeras que había que amar, eran las viudas y los huérfanos, los forasteros y los pobres. Del mismo modo, cada uno de nosotros, en el contexto  en el que vive y se mueve, debe estar atento a las personas que más le necesitan. Aquí y ahora: "Lo que no quieras para ti, no lo quieras para los demás". Más aún, "lo que quieres y deseas para ti, quiérelo y deséalo para los otros".

            El hombre está hecho para amar, no puede vivir sin amor, "su vida está privada de sentido si no se le revela  el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa  en él vivamente" (Juan Pablo II). Cuando Dios nos manda amar nos está diciendo cuál es capacidad del hombre, su vocación  más profunda. Este amor tiene un solo origen, brota del mismo corazón pero se abre a todos, en todas las direcciones  y dimensiones de la vida de la persona.  Si tuviéramos varios corazones, uno para amar a Dios, otro para el prójimo, otro para la naturaleza, cabría la posibilidad de trabajar con uno y dar descanso a los otros. Pero el hombre es un ser unitario: o ama o no ama. O tiene el corazón abierto, o lo tiene cerrado. Si lo tiene abierto, ama, vive, tiene paz, alegría: es la salvación. Si se repliega sobre sí mismo, no ama, ni vive, se entristece, se amarga,  pierde la esperanza: es la condenación. S. Juan dirá que el amor consiste en saber y sentir que Dios nos amó primero. El que se siente amado, protegido, acunado por el amor de Dios, se siente también como inmerso en una atmósfera y una realidad de amor que le lleva a vivir sus relaciones humanas de una forma distinta. El que vive en el amor no puede amar a uno y odiar a otro, sino que el amor moldea todas sus relaciones.

            San Pablo se muestra orgulloso de los primeros cristianos de Tesalónica, porque, imitando su ejemplo que sigue a Cristo, han sido capaces de luchar, de vivir la alegría profunda que nace de  la fe,  de convertirse, abandonando a los ídolos y volviéndose hacia Dios. La conversión siempre ha consistido y sigue consistiendo en lo mismo:   servir a  Dios en el  amor al hombre nuestro hermano.  Escribía santa Teresita del Niño Jesús: "En la Iglesia yo seré el amor, así lo seré todo" porque  "El amor es el cumplimiento, la plenitud de la Ley".  Que así sea con la Gracia de Dios.

16 de octubre de 2008

"MISIONEROS POR VOCACIÓN"

DOMINGO XXIX T.O. -A- Is 54, 1.4-6/Tes 1, 1-5b/Mt 22, 15-21

 

"Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (1Cor 15,16). Son palabras de Pablo, cuyo año, como tiempo de gracia y gratitud, estamos celebrando. Al recordar su vida descubrimos que tuvo que amar mucho a Jesucristo para entregar generosamente su vida a favor del Evangelio. Su experiencia fue tan profunda y  tan impregnada de amor que no puede por menos que identificarse con Cristo y difundir en todas partes la grandeza de creer en el Salvador de la humanidad: "Por mi parte, muy gustosamente gastaré y me desgastaré totalmente por vuestras almas" (2Cor 13,15). Tras la extraordinaria experiencia, camino de Damasco, del encuentro con Cristo,  Pablo cambió su vida y aprendió a reconocer que en todo ser humano está la huella de Dios y  que "anunciar el Evangelio allí donde el nombre de Cristo no era aún conocido" (Rom 15,20) es lo más importante. Él mismo se siente un misionero de por vida, con una entrega total que le lleva a pasar por todas la penalidades.

Una Iglesia "misionera por vocación, como Pablo" (Domund 08) es una Iglesia siempre viva a pesar de las pequeñas o grandes dificultades que haya para el anuncio explícito o implícito del evangelio. Quien vive unido a  Cristo no puede por menos que anunciarlo, que ser, en nuestro mundo, "misionero de la esperanza". Hemos escuchado en la segunda lectura un texto venerable (las primeras palabras del comienzo de la carta a los Tesalonicenses del año 51, primer escrito del NT). En el fragmento de hoy se delinea, en pocas palabras, lo que debe ser una comunidad cristiana que vive y anuncia la "primacía de Dios": la actividad de vuestra fe -en la vida concreta-, el esfuerzo de vuestro amor -porque el amor exige generosidad-, el aguante de vuestra esperanza -porque hace falta para la dureza de la vida-: sobre esta vida teologal se funda la comunidad y su esfuerzo por vivir la misión y la predicación de Jesucristo.

 Los cristianos no debemos  desentendernos de lo que ocurre en la sociedad, porque somos ciudadanos del mundo y hemos aceptado el compromiso de transformarlo según los criterios evangélicos. Hoy se habla mucho de "laicidad". En un sentido positivo, lo recordaba Benedicto XVI en su reciente viaje a Francia,  puede entenderse como la autonomía, que se ha de promover y respetar,  entre lo temporal y lo religioso. Pero no lo entienden bien quienes niegan cualquier intervención del creyente en lo temporal y reducen su actuación a lo privado, encorsetando lo religioso como algo perteneciente al individuo aislado, negando a la fe cualquier tipo de expresión o manifestación pública. Quien esto hace practica un laicismo que impide a los demás manifestar un sentimiento tan humano como es la fe religiosa.

La expresión evangélica "A Dios lo que es de Dios" conlleva reconocer qué es lo que debemos hacer para honrarle y mostrarle nuestro amor: su voluntad es que colaboremos en la construcción de un mundo más humano y esto implica denunciar lo que es injusto, eliminar las estructuras  de pecado y comprometerse -tomar partido en el sentido positivo- en todo aquello que realiza al hombre como persona y le confiere la dignidad de hijo de Dios.  La comunidad cristiana debe ser creadora de comunión humana. Este testimonio es la base de su credibilidad y  es la base de su acción transformadora.    

La comunidad cristiana está llamada a ser un espacio público donde el corazón de Dios sigue latiendo en medio de la sociedad y donde es posible dar crédito al amor,  hacer presente la salvación, mostrar una realidad humana más habitable y en comunión; desarrollar una evangelización tanto por el anuncio explícito de Jesucristo (el único que ilumina con su vida y su doctrina todos los aspectos de la vida del hombre y de la historia), como por el trabajo por un cambio de estructuras sociales. No se trata de imponer pero si de proponer sin ambigüedades otros modos de entender la vida del hombre, sus relaciones, su trabajo, su dignidad evitando que caiga todo ello bajo el absolutismo relativista.

Han cambiado los tiempos. La iglesia no busca ni puede erigirse como la única institución para moldear toda la trama social desde los postulados que conserva, predica y sostiene en su afán evangelizador. Pero, la iglesia, tampoco puede sustraerse y replegarse sobre sí misma para que algunos actúen a su propio antojo. Misioneros aquí y ahora para devolver a las personas la conciencia de su dignidad, la fuerza de la fe y el dinamismo del amor. Que la fuerza del Espíritu nos sostenga en esta tarea evangelizadora.

9 de octubre de 2008

"A TODOS LOS QUE ENCONTREIS INVITADLOS A LA BODA"

DOMINGO XXVIII TO -A- Is 25,6-10/Fil 4, 12-14.19-20/Mt 22, 1-14

Estar juntos alrededor de  la mesa, crear, vivir un clima familiar de alegría, gratuidad, intimidad, compartir..., esos momentos que se recuerdan o que quisiéramos que no pasaran nunca...Los profetas se refieren a esta experiencia cuando quieren hacernos entrever algún aspecto del reino de Dios (vinos, manjares, vida, salvación); también Jesús, entre todas las imágenes que ha usado ha privilegiado ésta, no solo en las parábolas sino también con el gesto concreto de sentarse a la mesa con sus discípulos, con la multitud, con los pecadores que se acercaban a él; pero mientras los profetas utilizaban esta imagen referida al futuro, al triunfo de la vida ("Aniquilará la muerte, enjugará las lágrimas...), Jesús la usa referida también al presente: la mesa está ya preparada, el Esposo está en la mesa con nosotros.

La invitación, gratuita, a participar en la fiesta es para todos. Sin embargo, los convidados en primer lugar la rechazan. Algunos por excesiva dependencia de las cosas; otros, quizás, por su autosuficiencia, individualismo, o la excesiva seguridad dada por el cumplimiento exterior de la ley. Qué gran verdad es que para reconocer en Jesús la presencia del Reino es necesario el corazón de los humildes, de los "pequeños", de los "abiertos" para acoger la salvación como don gratuito, de los libres interiormente. En el banquete, cuyas puertas no se cierran porque los primeros invitados rechacen la elección,  se sentarán "otros viñadores"..., los Mateo, Zaqueo, María Magdalena, ciegos, paganos... Todos los caminantes de los caminos y veredas del mundo.

            El don, sin embargo, aun siendo gratuito, no anula la responsabilidad personal. Si la Iglesia es la sala del banquete nupcial, es necesario estar vestidos de fiesta, no con un traje que contradiga la realidad festiva. Más allá de la metáfora: toda la vida concreta del cristiano debe reflejar esta realidad nueva de comunión de amor, de pertenencia al mundo nuevo soñado por Dios. "Algo" de la alegría-esperanza futura debe transparentar desde ahora, debe "distinguir" visiblemente al cristiano, rodeándolo como un vestido nuevo. Será el signo de que invitación ha sido verdaderamente acogida, el don gratuito verdaderamente aceptado. A Dios le importa mantener su alianza de amor y de vida expresada en el banquete nupcial, siempre preparado, para aquellos que aceptan la invitación de Cristo; a Dios le importa que los hombres tengan un corazón nuevo, purificado;  que el traje de bodas se conserve santo a pesar del roce con el pecado del mundo. La Eucaristía, signo del banquete, nos acoge a todos, buenos y malos, nos transforma y renueva en el amor y la alegría de la comunión con Cristo. La Eucaristía es el "secreto de la santidad" (Benedicto XVI).

 La respuesta al don de Dios ha de llevarnos a la afirmación central de la epístola: "Todo lo puedo en aquel que me conforta". Pablo acaba de recibir una ayuda económica que le envían los cristianos de Filipos y se lo agradece, sobre todo el amor y cariño que esos bienes significan. Pero para él lo principal es seguir unido a Cristo; ha sabido mantenerse fiel a Cristo y su mensaje en pobreza y en abundancia, en tiempos de hartura y en tiempos de hambre. Esto no lo ha conseguido por sus propias fuerzas, sino por la fuerza del Señor.  Claro que tenemos que esforzarnos por tener lo necesario, pero los cristianos debemos ser sobrios y austeros. Saber recibir cuando lo necesitemos y saber dar y compartir siempre que podamos.

Este domingo celebramos también la fiesta del Pilar. La virgen fue la primera invitada por Dios a compartir la vida, pasión y muerte de su Hijo. Ella escuchó la palabra de Dios y la cumplió. Ella estuvo siempre habitada por Dios, dirigida y gobernada por su Espíritu. Por eso, la virgen María es un pilar para nosotros, un pilar donde puede apoyarse y afianzarse nuestra fe. Que cada uno de nosotros sepamos escuchar cada día la Palabra de Dios y cumplirla; que vivamos siempre en comunión con el hijo de María,  en comunión con Dios y con los hermanos.

2 de octubre de 2008

"ARRENDARÁ LA VIÑA A OTROS LABRADORES"

XXVII TO -A-   Is 5, 1-7 / Flp 4, 6-9 / Mt 21, 33-34  

           

El poema de la viña, lleno de ternura y belleza,  es uno de los pasajes más sorprendentes de Isaías. El profeta, con un lenguaje poético,  hace comprender al pueblo de Israel que Dios ha cuidado de él, lo ha tratado con especial amor, se ha preocupado de su crecimiento y, sin embargo, el pueblo no ha correspondido a tal amor;  no ha sido fiel.  La pregunta que se hace el dueño de la viña adquiere tonos desgarradores: ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?  Parece que nos adentramos en el corazón mismo de Dios que ama a Israel. ¿En qué ha faltado Dios a su amor? ¿Ha abandonado al pueblo en tiempo de            dificultad? 
              Se trata ciertamente de una alegoría que los oyentes del profeta comprenden enseguida. La viña representa a Israel y que el viñador no es otro que el mismo Yahveh. A pesar de que Israel ha sido cuidado como un hijo,  de que ha sido liberado,  de que el Señor lo ha elegido como el pueblo de su propiedad, Israel no produce frutos de salvación, no da uvas dulces sino  inmaduras y silvestres ("Hay asesinatos, lamento de los oprimidos, oscurecimiento de la verdad, corrupción de la justicia"). Es sorprendente ver la tristeza profunda del viñador y, a la vez, su firmeza ante la viña improductiva. Él vendrá y la devastará, la dejará desolada.
            En la parábola del evangelio los culpables de la falta de frutos son los labradores que reciben la viña en arriendo. Son gente sin escrúpulos,  que no sirven a la viña, sino que se sirven de ella para su propio provecho. En su corazón no está el amor por la viña, ni el amor por el dueño de la misma, sino el amor a sí mismos. Su interés es aprovecharse lo máximo  posible, por eso, al ver venir a los embajadores que requieren los frutos, se molestan, los golpean, los matan. Cualquier cosa que se interponga a su bienestar y al mejor usufructo de la viña en su favor, debe ser eliminada. Cuando ven venir al hijo, cuando tienen la oportunidad de reconciliarse con el Padre, de ofrecer frutos, de respetar el derecho..., traman el crimen más cruel: eliminar al hijo para quedarse con la herencia y la propiedad que no les pertenecen. Las palabras finales de la parábolas son dramáticas, como las de Isaías: el dueño de la viña acabará con aquellos arrendatarios y ofrecerá su viña a otros arrendatarios que            produzcan frutos.
            Ambos textos ponen de relieve la importancia de producir frutos de justicia y solidaridad, de no utilizar de manera exclusiva y egoísta los bienes que el Señor ha puesto en nuestras manos.  Dios ofrece al hombre múltiples dones: la vida, la tierra, la fe, la vocación profesional, familiar, religiosa, sacerdotal... y el Señor espera por parte del hombre una transformación interior, una respuesta, que se manifieste en  frutos de santidad para el bien de sus hermanos, del mundo y  la sociedad entera.  Hay también una  clara indicación para que la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios al que se ha confiado la viña, fundada sobre Jesucristo, piedra rechazada pero convertida en  "la piedra angular", supere la tentación permanente de esterilidad y de mirarse solo a sí misma,  y busque en todas sus acciones, vivir en la luz de la verdad, de los valores evangélicos, de la justicia y la cercanía a todos los hombres.    
            Somos la viña del Señor, su viña preferida, y Él se alegra y es glorificado cuando nuestra vida camina hacia la santidad, según la propia vocación que hemos recibido y estamos  llamados a vivir en el mundo y en la Iglesia; cuando  nuestras obras buscan y realizan el bien; cuando su amor es correspondido. No siempre los frutos serán manifiestos o inmediatos, pero no cabe dudar que si permanecemos unidos a Cristo, como el sarmiento permanece unido a la vid, produciremos frutos a su tiempo. Acabo con las hermosas palabras de san  Pablo: "Finalmente hermanos, todo lo que es noble, justo, puro, amable...tenedlo en cuenta y el Dios de la paz estará con vosotros". Vivamos alegres, confiados en Dios y amparados siempre de buenos sentimientos. No son las ideologías ni el poder..., son los santos quienes cambian el mundo. Que así sea con la Gracia de Dios.