10 de julio de 2008

"HABRÁ COSECHA..."

XV T.O. –A- Is 55, 10-11 / Rom 8, 18-23 / Mt 13, 1-23

 

Empezamos a leer hoy el Discurso parabólico de Jesús sobre el misterio del Reino, tercer de los cinco grandes discursos del evangelio de Mt.  Jesús, rechazado por los jefes religiosos de Israel,  ya no enseña en las sinagogas como al principio, sino  al aire libre y de forma itinerante (hoy junto al lago y desde una barca). La parábola que hemos leído hoy es una de la cuatro parábolas "de contraste" (junto con la del grano de mostaza, la levadura y la semilla que crece sola), así llamadas  porque en ellas contrasta la insignificancia de los comienzos del Reino de Dios con el gran desarrollo que alcanza posteriormente.

El sentido original de la parábola pone el acento en el éxito final de la semilla del reino que Cristo, como esperanzado sembrador, siembra generosamente. Jesús es optimista sobre el resultado del evangelio del Reino a pesar de las dificultades evidentes, incluso del fracaso inicial que él mismo experimenta, debido al rechazo de los judíos, primeros destinatarios de la semilla. En la recolección final la sementera del Reino tiene asegurada una espléndida cosecha, pues la productividad de la tierra (100, 60, 30x 1) compensa la esterilidad del camino, las piedras, las espinas.

El contenido básico de la parábola es el Reino de Dios, su oferta de salvación para el hombre. Es un anuncio de felicidad, "no fuerza que avasalla al ser humano"; su eficacia está condicionada, en parte, por la respuesta del hombre. Según Jesús el "camino para entrar en el Reino y penetrar sus secretos" es conocer y cumplir la voluntad de Dios y ésta se capta mediante la escucha de la palabra y gracias a la fe en su persona. De ahí resulta que, mientras en unos la semilla del Reino es improductiva, en otros produce mucho fruto. El verdadero discípulo de Cristo recibe con fe la semilla, pequeña pero llena de vida, de la Palabra: la acoge, abona, ama, cuida como un tesoro... y la siembra –para que arraigue- en lo profundo de su vida, para que "se haga carne" en la existencia y produzca frutos de esperanza.

La parábola del sembrador es la parábola de los padres y madres cristianos, de los catequistas, profesores de religión, educadores, religiosos y sacerdotes que un día y otro vuelven a sembrar la palabra. ¿No basta ya de sembrar? Siempre ha habido tierras impracticables, tierras frescas, tierras llenas de abrojos... pero hay que poner mucho cariño y  tiento en la sementera, lo que no vale es no sembrar o sembrar de mala gana, hay que abrir surcos para que la buena semilla pueda un día fructificar... La Palabra de Dios es comparada, por Isaías, con la lluvia que moja, empapa, fecunda y pone en marcha el ciclo de la vida haciendo que la semilla germine... y ahí, llamados a trabajar la paciencia. Todo lo que se hace por la educación de los hijos, niños y jóvenes no es tiempo perdido; no predicamos en el desierto (aunque lo parezca tantas veces). Lo sembrado, nos dice el Señor, dará su fruto; un día germinará la buena semilla, en cada uno según lo que es y puede... pues cada uno recibe el cariño del sembrador. La Palabra se resiste al derrotismo... habrá cosecha. No queda sino preguntarnos qué clase de tierra somos.

Pablo habla de  una creación que aguarda expectante su liberación en  una línea ascendente de desarrollo integral humano  que anticipa la gloria futura que poseemos ya por el Espíritu que nos  a vivir como hijos de Dios. Al mismo tiempo, nos da un toque de realismo y esperanza. En el mundo, que es un continuo nacer  y consecuentemente un continuo morir, hay dolor, insensibilidad, cosas  que no funcionan bien. La historia entera, sin embargo, sigue embarazada de promesas y esperanzas. Nuestra espera debe hacernos vencer toda tentación de desaliento y seguir empujando, a pesar de todo, para que el anhelo  de plenitud llegue a ser una realidad en nuestra historia. Que así sea con la Gracia de Dios.

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